Al experimentar el sentimiento de la belleza,
al apreciar algo como bello, el hombre queda arrinconado en sí mismo, un poco
perplejo, perdido y embriagado por un instante. En el estado
estético, o sea, en la inmediata apreciación de lo bello, el individuo está como entre dos mundos: entre el de la
razón conceptualizante y, por lo tanto comunicable, y el mundo del sentir
individual e incomunicable: entre el imperio de los sentidos y el de los
conceptos. En un mundo atemporal de disfrute total.
Es posible que la cuestión de la belleza no sea un problema para aquel que
la admira, percibe y siente, pero para aquellos que han pretendido dar un
concepto universal sobre lo bello sí lo ha sido y es, ya que, partiendo de los estudios
que Kant realizó en su Crítica del juicio
(1790), los juicios estéticos no encuentran sostén en concepto
alguno, sino que se basan en un gusto que causa placer en aquel que contempla y
disfruta, y todo placer, a partir de un sentir, se complica al pretender
comunicarlo, o mejor dicho, desaparece. Tal vez ahí el problema: se le ha dicho al hombre que la palabra es la
única vía para lograr algún conocimiento sobre lo que se encuentra en el mundo.
Encadenado a un logocentrismo el hombre padece el límite del lenguaje; la
"claridad" de la palabra dice aquello que debería ser el objeto para
quién frente a él se coloca, así se le ha dicho que es, la razón separa al
hombre del animal: el lenguaje es su piel y medio de expresión primordial,
algunos dirán que no es posible remitirse a otro medio de expresión.
Tratar de
encontrar el porqué de lo bello remite
necesariamente a la obra u objeto y, desde luego, al que la contempla; lo bello
se da de la unión de ambos, y surge de su relación. Aquel que contempla se da
cuenta de lo bello, de la belleza del objeto, y podrá sostener que ese objeto
es bello, pero nunca logrará explicar la satisfacción que en su sentir ha
provocado el sentimiento de lo bello despertado por la contemplación del
objeto: en los juicios estéticos, aun cuando se refieren a un objeto, las
representaciones del mismo sólo son válidas para el sujeto y no aportar
conocimiento alguno sobre dicho objeto. Ya lo había dicho Kant en su Kritik der reinen Vernunft (1781): “[…] el conocimiento de todo entendimiento, [o] al menos, del
humano, es un conocimiento por conceptos, no intuitivo, sino discursivo.”[1]
Como es
sabido, Kant fue un defensor y promotor de la ilustración, en su obra Respuesta a la
pregunta: ¿Qué es Ilustración? (1784), trató de poner en crisis el
conocimiento y la forma de conocer del hombre, y esto por medio de la razón;
tomó a la razón por juez en todos los ámbitos de la vida y, al ser la razón la
misma en todos los hombre, esta da reglas para un entendimiento común pudiendo
alcanzar lo objetivo del mundo: la universalidad. Los juicios de gusto, al ser
formales (al declarar la belleza de un objeto), también deberían ser
universales, ya que la facultad de juzgar lo que es bello: el gusto, aspira a
una necesaria satisfacción universal del placer motivado por lo belleza del
objeto. Aun cuando no hay base alguna empírica para forzar el juicio de gusto
de alguien (al referirse al sentir del que admira y no al objeto) el juicio de
gusto tiene características a priori,
o sea, universales y necesarias, por lo que Kant definió el gusto como: “El
gusto, pues, es la facultad de juzgar a priori la comunicabilidad de los
sentimientos que están unidos con una representación dada (sin intervención de
un concepto)”[2], se puede hablar sobre el sentir, pero no nombrarlo.
Todo se construye desde un sentir que, de inicio, trata de nombrar algo. El
sentir es como un umbral que cubre algo, un umbratilis,
algo que permanece en la sombra, que la "luz" de la razón no logra
iluminar, pero le hace sombra.
En relación
a la obra de arte, Kant señala que ésta es producto del genio del artista,
genio que no se aprende, el cual define como “[…] la capacidad espiritual innata (ingenium)
mediante la cual la naturaleza da la
regla al arte”[3], las obras
de arte no son productos en serie, son el producto de una serie de sensaciones
guiadas por el genio del artista. La obra es una cosa que, de inicio, aparece
como algo sin una condición referida a un uso en particular, aun cuando sea
elaborada de cosas, es producto (opus)
de la libertad del hombre.
Ya para
terminar, el artista muestra algo más de lo que ofrece la vida en común, los
hombres viven por vivir, el artista vive y lucha por existir, se separa de un
mundo conceptual, emerge de las aguas de los signos consensuales, rompiendo la
tradición "humanizante" y mostrando una nueva posibilidad, no a la
razón, sino a la sensibilidad (la razón menosprecia todo lo que no sea acorde a
su "lógica", a su "tradición", la razón sólo sigue sus
propias directrices: se sigue a sí misma, es ciega a lo que no sea producto de
ella misma, a lo que no es discursivo). El
artista rompe con las tradiciones, ya que si el genio es la regla por medio de
la cual la naturaleza da la regla del
arte, el artista logra regresar a la
naturaleza, y no a lo artificial de lo social y su producto por excelencia:
la razón; sino a la más propia existencia que se expresa aun sin hablar: el
arte.
Orlando Espinoza D.
[1] Kant, Immanuel, Critica de la razón pura, trad. Mario Caimi, FCE, UAM, UNAM,
México, 2009, p.112.
[2] Kant,
Immanuel, Crítica del juicio, trad.
Manuel García Morente, Editorial Tecnos, Madrid, 2007, p. 220.
[3]
Ibíd., p. 233.
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