viernes, 7 de septiembre de 2012

Kant y lo bello


Al experimentar el sentimiento de la belleza, al apreciar algo como bello, el hombre queda arrinconado en sí mismo, un poco perplejo, perdido y embriagado por un instante. En el estado estético, o sea, en la inmediata apreciación de lo bello, el individuo está como entre dos mundos: entre el de la razón conceptualizante y, por lo tanto comunicable, y el mundo del sentir individual e incomunicable: entre el imperio de los sentidos y el de los conceptos. En un mundo atemporal de disfrute total.

Es posible que la cuestión de la belleza no sea un problema para aquel que la admira, percibe y siente, pero para aquellos que han pretendido dar un concepto universal sobre lo bello sí lo ha sido y es, ya que, partiendo de los estudios que Kant realizó en su Crítica del juicio (1790), los juicios estéticos no encuentran sostén en concepto alguno, sino que se basan en un gusto que causa placer en aquel que contempla y disfruta, y todo placer, a partir de un sentir, se complica al pretender comunicarlo, o mejor dicho, desaparece. Tal vez ahí el problema: se le ha dicho al hombre que la palabra es la única vía para lograr algún conocimiento sobre lo que se encuentra en el mundo. Encadenado a un logocentrismo el hombre padece el límite del lenguaje; la "claridad" de la palabra dice aquello que debería ser el objeto para quién frente a él se coloca, así se le ha dicho que es, la razón separa al hombre del animal: el lenguaje es su piel y medio de expresión primordial, algunos dirán que no es posible remitirse a otro medio de expresión.

Tratar de encontrar  el porqué de lo bello remite necesariamente a la obra u objeto y, desde luego, al que la contempla; lo bello se da de la unión de ambos, y surge de su relación. Aquel que contempla se da cuenta de lo bello, de la belleza del objeto, y podrá sostener que ese objeto es bello, pero nunca logrará explicar la satisfacción que en su sentir ha provocado el sentimiento de lo bello despertado por la contemplación del objeto: en los juicios estéticos, aun cuando se refieren a un objeto, las representaciones del mismo sólo son válidas para el sujeto y no aportar conocimiento alguno sobre dicho objeto. Ya lo había dicho Kant en su Kritik der reinen Vernunft (1781): “[…] el conocimiento de todo entendimiento, [o] al menos, del humano, es un conocimiento por conceptos, no intuitivo, sino discursivo.”[1]

Como es sabido, Kant fue un defensor y promotor de la ilustración, en su obra Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración? (1784), trató de poner en crisis el conocimiento y la forma de conocer del hombre, y esto por medio de la razón; tomó a la razón por juez en todos los ámbitos de la vida y, al ser la razón la misma en todos los hombre, esta da reglas para un entendimiento común pudiendo alcanzar lo objetivo del mundo: la universalidad. Los juicios de gusto, al ser formales (al declarar la belleza de un objeto), también deberían ser universales, ya que la facultad de juzgar lo que es bello: el gusto, aspira a una necesaria satisfacción universal del placer motivado por lo belleza del objeto. Aun cuando no hay base alguna empírica para forzar el juicio de gusto de alguien (al referirse al sentir del que admira y no al objeto) el juicio de gusto tiene características a priori, o sea, universales y necesarias, por lo que Kant definió el gusto como: “El gusto, pues, es la facultad de juzgar a priori la comunicabilidad de los sentimientos que están unidos con una representación dada (sin intervención de un concepto)”[2], se puede hablar sobre el sentir, pero no nombrarlo. Todo se construye desde un sentir que, de inicio, trata de nombrar algo. El sentir es como un umbral que cubre algo, un umbratilis, algo que permanece en la sombra, que la "luz" de la razón no logra iluminar, pero le hace sombra.

En relación a la obra de arte, Kant señala que ésta es producto del genio del artista, genio que no se aprende, el cual define como “[…] la capacidad espiritual innata (ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte”[3], las obras de arte no son productos en serie, son el producto de una serie de sensaciones guiadas por el genio del artista. La obra es una cosa que, de inicio, aparece como algo sin una condición referida a un uso en particular, aun cuando sea elaborada de cosas, es producto (opus) de la libertad del hombre.

Ya para terminar, el artista muestra algo más de lo que ofrece la vida en común, los hombres viven por vivir, el artista vive y lucha por existir, se separa de un mundo conceptual, emerge de las aguas de los signos consensuales, rompiendo la tradición "humanizante" y mostrando una nueva posibilidad, no a la razón, sino a la sensibilidad (la razón menosprecia todo lo que no sea acorde a su "lógica", a su "tradición", la razón sólo sigue sus propias directrices: se sigue a sí misma, es ciega a lo que no sea producto de ella misma, a lo que no es discursivo). El artista rompe con las tradiciones, ya que si el genio es la regla por medio de la cual la naturaleza da la regla del arte, el artista logra regresar a la naturaleza, y no a lo artificial de lo social y su producto por excelencia: la razón; sino a la más propia existencia que se expresa aun sin hablar: el arte.

Orlando Espinoza D.


[1] Kant, Immanuel, Critica de la razón pura, trad. Mario Caimi, FCE, UAM, UNAM, México, 2009, p.112.
[2] Kant, Immanuel, Crítica del juicio, trad. Manuel García Morente, Editorial Tecnos, Madrid, 2007, p. 220.
[3] Ibíd., p. 233.

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